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La ciudad se abre cada día ante nuestros ojos como si fuera nuestra segunda piel, o mejor nuestro segundo cuerpo. Por supuesto, hablo de ciudad sea cual fuere la nomenclatura administrativa o el volumen de ese espacio de hábitat colectivo donde el hombre parece satisfacer  -limitadamente-  su afán de no ser hijo del desierto o del nomadismo. Espacios, por lo tanto, donde todos intentamos sobrevivir. Territorio común donde todos cedemos algo para lograr algo. Campo plural para actitudes, pensamientos y expresiones que deben cohabitar. Aquí los términos pueden deslizarse: coexistencia, convivencia, tolerancia. Sus matices también pueden armonizarse. No puedo aceptar entonces que haya individuos que utilicen descaradamente el lugar a compartir para su beneficio exclusivo. Desde el guarro o desaprensivo que no tiene en cuenta que no vive solo, pasando por una serie de gremios empresariales que sólo desean que la ciudad sea cada vez más y más mercado y menos y menos hábitat, hasta el edil o alcalde que se corrompe, hay una galería de personajes que más bien deberían ubicarse en extramuros. Defraudadores del fisco con cargo público, alcaldes que se inventan normas aprovechando su mayoría absoluta en el consistorio y sintiéndose propietarios de la calle para restringir derechos de otros individuos o colectivos, instituciones seculares pretendidamente ungidas por sus dioses y que no pagan un duro pero se apropian de la calle cuando quieren en nombre de la costumbre y de la tradición...se dirá que son parte pintoresca del rostro de la ciudad. Si no fuera porque la marcan, la convierten en usufructo particular y tratan de inclinarla hacia el pensamiento único en lugar de admitir que donde hay hombres hay diversidad.


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